la tienda

Hay un local en mi barrio del que ya no soy capaz de acordarme cuántas veces ha cambiado de dueño y de tipo de negocio.

Al principio fue una panadería de las de antes; de las que despachaban simplemente barras de pan, de todas las formas, tamaños y sabores posibles. Iba todo bien, hasta que subió el precio de la harina, la gente empezó a comprar biscotes, barritas precocinadas… incluso dejó de comer pan. El tendero se fue arruinando poco a poco. «¿Por qué no vendes tú también esos sustitutivos?» le preguntaban. El movía la cabeza de un lado a otro negando «No sé hacer otra cosa, no quiero hacer otra cosa». Un día colgó un cartel de «Local disponible» y desapareció del barrio.

La Guardia Civil encontró su cuerpo despeñado unos días después. En su nota de suicidio, con una letra apretada, cedía el local a quien «tuviera a bien disponer de él, y dejaba indicaciones de dónde se encontraban las llaves».

Pronto el local fue adquirido por uno del barrio que decidió poner un video club. Sí, un video club de esos modernos, con máquina expendedora de películas fuera y un montón de carteles de cine dentro. Los viernes hacía mesas redondas en las que se hablaba de la obra de Korosava, Welles, John Ford, Peckinpah… Nunca se supo si fue por las descargas de internet, por el top manta, por la crisis o porque a la gente le dejó de interesar el cine; pero aquel hombre acabó arruinado y apareció un día ahorcado en el almacén de películas junto con sus adorables monstruos. En un bolsillo de su gabán, dentro de un sobre, se encontraban las escrituras y un contrato en el que cedía el local a quien quisiera quedárselo.

Creo que el siguiente que se montó fue una carpintería que hacía muebles de madera. A los pocos días de abrir un nuevo Ikea se afixió el negocio y el dueño apareció con un punzón clavado en el corazón.

Y siempre la misma nota, siempre esa cesión gratuíta y siempre el último infortunio para su dueño. La gente del barrio empezó a murmurar que si estaba maldito, que si cualquier negocio que se instalara, sólo por el hecho de estar en ese local, dejaría de ser rentable y, lo que es peor, supondría la muerte del nuevo propietario. No obstante, la oferta era tentadora: existe gente que no cree en supersticiones y cambió finalmente de negocio.

Fue una tienda de revelado de fotos que se hundió con el auge de las cámaras digitales. Cuando se encontró al gerente con la cabeza en una cubeta de ácido la gente ya no tuvo ningún género de dudas: aquel local estaba maldito por el demonio. Así que ha permanecido cerrado desde entonces.

Hoy he decidido ser el nuevo propietario. Lo he pensado mucho pero quiero adquirir ese local. Sé que me espera que se arruine el negocio y que irremediablemente apareceré muerto en algún lugar. Y sé que es de locos o de suicidas adquirirlo. Pero es que no me resisto a poner una tienda de armas -a ser posible que sólo se puedan vender a niños-